Bien, ahora mismo, desde
este invierno que empapa el pavimento y las paredes y las ropas y el alma, si
tenemos, lo que sea, esa finita tristeza que se enrosca por dentro como una
madreselva y en días así, justo, asoma sus floridas puntas por las orejas y la
nariz y los ojos, en días así, digo, cierro los ojos y veo ese largo camino
polvoriento del verano que se extiende hasta el horizonte como un río seco bajo
el sol. Es el camino de tierra entre Chacabuco y Bragado, ese mismo semejante a
una áspera corteza de árbol viejo con tantos y tantos surcos, el almacén de don
Luis Stéfano en una esquina de acacias hasta el año 33 y después para siempre
en la memoria, y la de Iglesias a la derecha, más adelante, ya por el camino de
Sastre, después esa loma que trepa brevemente hacia el cielo y después el
puente sobre el río Salado, que es el mismo límite entre los dos partidos,
según dicen los carteles de chapa en una y otra punta, y uno imagina que hay en
el aire una línea invisible y que el aire es sutilmente distinto a cada lado de
esa línea. Y ahora, es lo que veo desde este húmedo y triste invierno, el tío
Agustín aparece saliendo de la curva, un poco antes del almacén de Iglesias, a
la altura del mojón de hierro fundido que casi tapan los pastos, del lado de
Chacabuco todavía. Viene corriendo con sus largas piernas huesudas perseguido
por una nubecita de polvo y un perro escuálido que ladra a sus zapatillas de
badana.
La gente del almacén lo
aplaude hasta que trepa a la loma y se pierde tras ella, plaf, plaf, el tío
Agustín, y el viejo Iglesias le grita a sus espaldas: "¡Dale,
flaco!". Porque el tío es puro hueso, y una llama bien encendida que
alumbra por debajo de su piel. Los ladridos del perro se sofocan detrás de la
loma y el tío debe estar cruzando el puente. Hace seis horas que largó
punteando desde la plaza San Martín, en Chacabuco, frente a la iglesia de San
Isidro Labrador. Hoy es justamente la festividad de San Isidro, 15 de mayo, y
se corre la Vuelta del Salado o La Fondo de las 12, es decir, La Carrera de
Fondo de las 12 leguas a Bragado. El tío estuvo haciendo trote en la largada
una hora antes de la partida. Tenía puesta una camiseta de frisa con el número
14 pintado en la espalda y unos pantaloncitos negros y las zapatillas de badana
y cuando el viejo Pelice disparó la bomba de estruendo el tío pegó un tremendo
salto y un grito y salió a los trancos, plaf, plaf, plaf, perseguido en la
mañana neblinosa por una hilera de hombres semidesnudos, entre ellos el loco
Garbarino que no pasaba del cementerio y se cansaba tanto de agitar los brazos
y saludar hasta a los perros, dio una vuelta a la plaza y cuando comenzaba a
encendérsele aquella blanca llama enfiló por la Avenida Alsina, pasó punteando
frente al bar japonés y rumbeó serenamente hacia las quintas. El tío corre con
la huesuda cabeza echada hacia atrás como un pájaro y a medida que entra en
combustión sus trancos son más largos y más altos.
La gente resbala como una
mancha oscura por el costado de sus ojos y, después del hospital municipal, se
corta, se disuelve y cuando no hay más gente y sólo queda por delante el camino
pelado, el campo húmedo y la mañana olorosa, la llama le brota por los ojos y
corre todavía más fuerte, más liviano. Los pasos de badana resuenan suavemente
cuando golpean sobre las tablas del puente y cuando el tío se embala por la
pendiente de la loma, al otro lado, ya en el partido de Bragado, la llama le
brota a chorros a través de la piel, los ojos se le borran con tanto brillo y
corre, corre locamente bebiendo el aire perfumado de la mañana, los campos
verdes inundados de esa blanda luz de mayo, loco caballo desbocado, loco. En
tres horas más, a ese paso, puede estar en Bragado, por lo menos en la laguna,
pero un poco antes de Warnes, cuando ya asoman los palos del alumbrado entre los
altos y oscuros árboles de la entrada, esto es antes de las vías del
ferrocarril Sarmiento, tuerce el tío hacia la izquierda y se lanza sin cambiar
la marcha por el estrecho camino que bordea el monte de eucaliptos del campo de
Cirigliano cuyos negros árboles saltan desde hace un rato en el hueco encendido
de sus ojos. El tío es ahora el tibio camino de tierra cruzado por frescas
sombras que atraviesan sus largas piernas. Corre y corre saltando las sombras
húmedas, blandos terrones de tierra, solo y alado, sobre este recuerdo, sobre
puntos y líneas, sobre el raído invierno de mi tristeza, sobre años y tiempos,
siempre volante, eterno, perenne corredor de las 12 a Bragado, el bravo tío
Agustín empujando su intensa llama por aquel solitario camino recruzado por
espantados cuises y liebres y pájaros que arrancan veloces un poco antes de sus
pasos. Salta un alambrado y sigue la carrera a campo traviesa, llama y llama,
fuego y fuego. Sólo una vez llegó hasta el Bragado porque el tano Cersósimo,
esto es, el Gringo del Pito como se lo conocía por aquellos años, lo siguió con
un sulky y cuando se quería desviar le cerraba el paso y lo golpeaba con el
látigo y llegó con dos leguas de ventaja sobre el Chino Motta, nada menos, pero
cuando la gente lo aclamaba ya y el intendente se paró en el palco con un
banderín en la mano no lo pudieron atajar porque saltó sobre la meta con un
grito profundo y siguió de carrera hacia 25 de Mayo, muy campeón, el grandes
piernas de acero de mi tío, el formidable tío Agustín. Eso fue en el 32, que
batió todos los récords, aunque a él no le importaba eso sino tan sólo correr y
correr.
Pero las otras veces torció
a derecha o izquierda antes del Bragado, aturdido por el campo, y algunos lo
vieron y avisaron que el tío iba a los saltos entre las doradas espigas o las
oscuras hebras de pasto o las chalas que brillaban como vidrios y azotaban sus
duras piernas, espantando liebres y pájaros y cuises, y un día o dos después lo
hallaron dormido debajo del álamo carolina, ese que se levanta solitario detrás
del campo de Cirigliano y que desde el camino real aparece todo un monte y que
para el tío era su única meta reconocida y hasta ella corrió por premio o por
mero gusto, acompañado o solo, el día de San Isidro o un día cualquiera
mientras le duró, por muchos años, aquel berretín de caballo desbocado.
Yo era pibe entonces y veía al tío, joven, como desde una
enorme distancia, a través de nieblas y velos, porque yo estaba por ser, no
tenía sombra ni casi historia, era tan sólo presente, pequeño, mero estar y ver
y sentir a la sombra de los grandes, mi abuelo, ciego por terquedad que un día
prometió rezar un millón de padrenuestros porque dijo que se le había aparecido
Jesús, carpintero como él, mi padre, que entonces correteaba para el frigorífico
La Blanca montado en un fragoroso Ford A o la tía Juana, por siempre joven, que
tenía un cuarto para ella sola y una cama muy alta que olía a jazmín y una
escupidera de loza que parecía una sopera y un novio que venía todas las tardes
a las cinco y se marchaba apenas caían las sombras en el patio de baldosas con
la parra de uva chinche y la bomba pie de molino y por supuesto el tío, tío
Agustín, ese ansioso caballo de verano. A veces cuando pateo la calle cierro
los ojos, y aun sin cerrarlos lo veo pasar entre la gente, al trote con su
pantaloncito negro y la camisa de frisa y el número 14 en la espalda, que
siempre me falló en la quiniela, lo veo, por ejemplo, trotar a las zancadas por
el medio de Corrientes o trasponer de un salto Alem, en dirección al puerto.Yo
me suspendo y pienso, casi grito, ¡Ahí va mi tío, hijos de puta! ¡Miren qué
lindo loco! Pasa como entonces con la terca y dura mirada clavada en el
horizonte, con las narices anchas de viento, cavando el aire con sus largas,
muy largas piernas.
Después crecí, eché sombra
como un árbol y hasta yo mismo participé en La Fondo de las 12 a Bragado, pero
no pasé del cementerio. Cuando doblé por el hospital y vi a lo lejos los altos
humos de los hornos de ladrillo, algo que, supongo, trastornaba al tío, el cual
quería darle alcance a cuanto se ponía al fondo del camino, las sienes me
empezaron a temblar y me dolían las encías como si fuese a echar un puñado de
dientes. Al llegar al cementerio rodé con un grito entre polvo, sudores y
piernas que pasaron zumbando al lado de mi cabeza.
El tío, por ese entonces,
trabajaba en la carpintería del abuelo, sobre el pasaje Intendente Beltrán,
frente a la plaza Gral. Necochea o la Plaza del Mercado donde está hoy la
estación de colectivos. Ahora cierro los ojos y me veo en la penumbra del
taller con paredes de ladrillo a la vista y un espeso olor a polvo, sillas y
elásticos que cuelgan de las vigas y al fondo la mesa de carpintero en la que
trabajaba el tío. A veces no recuerdo al tío sino que mi pensamiento se sujeta de
un objeto cualquiera y ese objeto cubre casi todo mi día. Hoy, por ejemplo,
mientras cruzaba hasta el bar Falucho aguantando el viento que barría la
Avenida Santa Fe, me acordé de buenas a primeras de aquella sierra de ingletes
o de falsa escuadra que había en una punta de la mesa. El día crece lentamente
alrededor de ese objeto, lo rodea como la pulpa de un fruto y el día en todo
caso vale nada más que por eso. Aquella sierra que había sido construida en
Inglaterra en 1895, que en consecuencia había atravesado el mar embalada
cuidadosamente en un cajón de pinotea, me atraía misteriosamente. Era una
sierra montada sobre un bastidor, con una empuñadura negra como la de una
ametralladora y servía para cortar marcos, escuadras, ángulos, encastres y
demás cortes de precisión. La veo ahora mismo en el aire, negra y pulida y, por
fuerza, al rato veo en la punta de la empuñadura al tío Agustín. Él se movía
silenciosamente de un lado a otro del taller aporreando maderas, reparando
vencidos elásticos de cama o reemplazándolos por otros nuevos que estiraba para
encajarlos en el armazón en una prensa, especie de potro que giraba con bruscos
chirridos metálicos. El tío era de una silenciosa precisión en todo. Yo me
maravillaba de que hombre tan silencioso y preciso en sus movimientos produjese
a ratos tanto ruido de una vez. Por ejemplo cuando se calzaba un pañuelo negro
delante de su aguda nariz y echaba a andar aquella cardadora mecánica que era
el supremo orgullo de la mueblería y carpintería El Mercurio. El tío metía la
lana apelmazada por un lado y ya mismo salía por el otro en blandos copos que
caían lentamente dentro de un corralito de alambre de gallinero. La máquina
rechinaba en la punta de las manos del tío. Por aquel tiempo había dejado de
correr hasta el álamo carolina, pero después del trabajo emprendía largas
caminatas hasta el zanjón o el cementerio o el Prado Español o la quinta de
Pastore, o la estación del Pacífico, donde esperaba ver pasar al
"Cuyano" que hendía la noche como un carbón encendido aventando
sombreros y papeles. Los años lo habían enflaquecido aún más y un día que lo
sorprendí inclinado sobre la fabulosa sierra de ingletes le vi brillar las
blancas sienes y el emplumado mechón de pelos encanecidos que le caía sobre la
frente. Y esa vez sentí verdadero amor por el tío, aquel ansioso caballo del
verano que ahora descendía a la carrera la larga cuesta de sus días.Yo, en
cambio, trepaba los míos. Esos días me llevaron lejos del pueblo y cuando
volví, algún verano después, y entré en el taller penumbroso, el tío levantó la
cara por encima de la sierra y me observó con una mansa sonrisa por arriba del
armazón de metal de unos lentes. La luz de la tarde penetraba por una claraboya
y el tío flotaba, blando y casi transparente, en aquella luz polvorienta. Me
preguntó qué tal estaba la ruta 7. Por lo que recuerdo, fue la primera vez que
habló conmigo demostrando cierto interés sobre algo concreto. Señal que yo
había crecido realmente y ahora era un hombre, al menos para él, que la medida
de mi tiempo. Siempre preguntaba sobre caminos. La ruta 7 terminaba de ser
reparada entre San Andrés de Giles y Carmen de Areco. Eso lo alegró al tío. Ese
mismo año había ido a pie hasta Luján portando el estandarte de la Congregación
de San Luis Gonzaga. Me explicó que era cuestión de echarse a andar y no
cambiar el paso, vendarse los pies y calzar botines bien armados. Volvió con el
Expreso Rojas y recién entonces notó que la ruta estaba levantada en algunos
tramos. Fue toda una conversación. Por él me enteré de que el camino entre
Chacabuco y Bragado seguía siendo de tierra, pero que ahora le habían puesto la
electrificación rural y era probable que en un par de años le echaran encima
cemento. Ya no va a ser lo mismo, dijo el tío con tristeza.
Seguía haciendo sus largas
caminatas, pero ahora se extraviaba cada dos por tres. Una vez lo trajo un
vigilante que lo encontró perdido por el Agua Corriente, y otra el viejo Punta
que lo cruzó en el camino a Salto, por el almacén de Cattaneo, y él le preguntó
dónde quedaba el Tiro Federal y el viejo entendió el Estadio Municipal y como
de todas maneras ambos quedaban para el otro lado, lo subió a la jardinera y lo
trajo hasta la mueblería.
Un día el tío, esto lo supe
dos veranos después, ya hombre entero y él más viejo y más flaco, y el camino a
Bragado todavía sin asfaltar, fue hasta la farmacia de Marino, al otro lado de
la plaza, pero cuando llegó a la Avenida Alsina, que fue asfaltada en el 32,
bajo la intendencia de don Esteban Cernuda, la encontró de tierra, como cuando
era chico y después mozo y corría ya en la Vuelta del Salado. Los charrés y los
sulkys iban y venían por la avenida de tierra y algunos jinetes trotaban entre
espumosas nubes de tierra. El tío, flaco y encorvado, vio con algo de sorpresa
cómo avanzaba por el medio de la calle un landó descapotado como los de la
cochería Grossi Hermanos con la señorita Lombardi en su interior. El coche se
detuvo justo enfrente del tío y la señorita Lombardi asomó su cabeza cubierta
con una capelina de raso y apuntándole con su sombrilla de seda estampada le
preguntó por la abuela Adela que había muerto, si mal no recordaba, seis años
atrás. Él se quitó el sombrero, sonrió complacido a la tan señorita y se
inclinó hasta que la sombra del carruaje desapareció de su vista. Naturalmente,
no cruzó la avenida ni fue hasta la farmacia de Marino porque en aquel tiempo
la farmacia no existía todavía. Volvió al taller y el resto del día, hasta que
vino la luz de la tarde, se sentó en un rincón, detrás de la mesa de
carpintero, entre cajas de herramientas y rollos de elásticos y tablones de
pino que olían a resina y pensó en la muy dulce señorita Lombardi que para él,
el tiempo le daba la razón, no iba a envejecer nunca. Quizá dentro de unos
pocos días, pensó, si se entrenaba un poco, podía volver a correr en La Fondo
de las 12 a Bragado. Ya no quedaban campeones y en el tiempo que tardaba ahora
cualquier buen fondista de la zona él podía llegar a Bragado saltando sobre un
pie. Cuando entró aquel melancólico rayo de luz por la alta claraboya, el tío
echó a andar hasta el Prado Español.
Días después, al cruzar la
plaza, le dio un salto el corazón. Debajo de la pérgola que había sido echada
abajo en tiempos de Fresco vio y hasta escuchó a la banda del maestro
Marsiletti. La banda tocaba aquel número de fuerza que le hacía temblar las
piernas al tío, Tremi gli insani del mio furore, Nabucco, Acto I, y que el
maestro Marsiletti tarareaba y por momentos aullaba tratando de imitar a Titta
Ruffo. No sólo estaba aquella pérgola, que semejaba una jaula florida, sino que
hacia el lado del Palacio Municipal vio brillar entre los oscuros árboles al
lago artificial que mandó rellenar el intendente Barcán y en el que el loco
Garbarino se zambulló un 25 de mayo. La banda, con el maestro Marsiletti que
blandía la batuta y un Avanti que sacudía en la boca al compás de la música,
parecía flotar en el aire de la pérgola debajo de una luz amarilla como la que
penetraba en la claraboya del taller. Después de Nabucco, tocaron Alegría de la
hoguera, una polca-mazurca de Strauss con la cual el maestro Marsiletti parecía
remontar un vuelo y la plaza comenzó a poblarse de muchachas y muchachos que en
dos hileras giraban por el centro, alrededor de la estatua de San Martín, que
de golpe había reemplazado a la pérgola y que en aquel tiempo era pedestre, no
ecuestre, según se acostumbra, por razones de economía, pues la partida que
votó el Concejo Deliberante no alcanzó para el caballo, lo cual terminó por
convertirse en una curiosidad y hasta en una atracción hasta que en tiempo del
gobernador Aloé, que era de Chacabuco, le pusieron el caballo y es así como
cabalga ahora en el alto cielo de mi pueblo entre las espléndidas copas de los
árboles, en dirección a la confitería San Martín, hacia la que apunta un dedo.
En eso el tío vio pasar al
Cholo Barrios que, según tenía entendido, porque estuvo en el velatorio, se
voló la cabeza mientras probaba una escopeta de un caño, calibre 20, vio al
Cholo con sus bigotazos renegridos, rancho, polainas blancas y un bastoncito
con el pomo de plata que lo saludó con el brazo en alto, muy en su contexto,
lustroso caballero el Cholo, gran amigo de violentas farras y fuerte apostador
en las cuadreras y reñideros, propietario de un gallo "Ají Seco",
apodado Racoto, de origen peruano, que batió a todos los gallos de combate del
36 al 45.
Otra vez el tío iba para el
Círculo Obrero donde estaba cambiando el esterillado de las sillas y no pudo
seguir de la Avenida Alsina, pues se tropezó con la procesión de Nuestra Señora
del Carmen, con el padre Doglia debajo del palio y los tanos Minervino y
Visiconti tocando la gaita a la cabeza, todos muy de solemnis sobre la calle de
tierra mientras las campanas de la iglesia batían a fiesta bien pulsadas por el
viejo Santiago, gordas palomas de bronce por el aire limpio de la mañana.
El último verano que estuve
en el pueblo, este que pasó, fui hasta la vieja casa del abuelo y, como
siempre, después de los saludos y los mates penetré en el empolvado taller del
fondo. Tardé un rato en acostumbrarme a la penumbra, cegado como entré por el
sol del patio, y en aquella momentánea ceguera sentí el tibio olor a maderas y
a cola de carpintero y oí el escamoso crujir de las chapas del techo
recalentadas por el sol. Cuando mis ojos se fueron acostumbrando a aquel velado
y quieto paisaje de objetos sepultados por el polvo descubrí cada cosa en su
exacto lugar, como si el tiempo no se hubiese movido y yo tornara de golpe a mi
infancia.
Allí estaba la tremenda
cardadora a motor, la carcomida mesa de carpintero y sobre ella, en un extremo,
mi querida sierra de ingletes que apuntaba hacia la puerta. En la prensa había
un elástico a medio tender. Aquella suave pero insistente permanencia de las
cosas, luego de tantos años y tantos cambios y tanto y tanto, recuperó por un
momento ese firme presente de mi infancia, sin sombras ni pesos, errante edad
de mi pueblo. De repente sentí un leve raspón junto al tablero de las
herramientas y achicando los ojos vi emerger por detrás de la mesa la blanca
cabeza del tío que estaba sentado en un banquito. Parecía un viejo pájaro, uno de
esos viejos cóndores que con las raídas alas abiertas toman el sol en la jaula
del Zoológico. El tío se caló los anteojos que extrajo lentamente de su estuche
a presión y me observó en silencio con sus ojos lagañosos, como de vidrio
mellado. "¿De quién sos?", preguntó al cabo de un rato con una voz
finita. Quería decir de quién era hijo yo, que es lo que se pregunta o como se
pregunta a un muchacho cualquiera de los pueblos. Yo dije "El hijo de
Pedro Isidro". Él cabeceó y repitió para sí, sin reconocerme, posiblemente
sin reconocer siquiera aquel nombre: "Pedro Isidro...". Pedro Isidro
es mi padre, su hermano. Se levantó y caminó hasta mí, encorvado. Me echó una
afilada mano encima del hombro y preguntó esta vez: "¿De dónde venís,
muchacho...?". No preguntó qué tal estaba la ruta 7, ni tampoco supe si
por fin habían asfaltado el fabuloso camino a Bragado.
Luego supe por la tía Teresa
que en esos días se había encontrado en la esquina de la tienda Ciudad de
Messina con Pepe Provenzano, que pateaba como siempre la calle vendiendo
billetes de lotería y con Pancho Tonelli, ambos bien finados, lo mismo que la
tienda, que cerró allá por el 58. Después, cuando trató de volver a la casa no
dio con la calle y aunque pasó por enfrente de la puerta, al recorrer el pueblo
por tercera vez, no acertó a reconocerla. Por suerte se tropezó en la esquina
del Almacén Inglés con el gordo De Nigris, otro muertito, que lo condujo,
siempre tan gentil caballero, hasta aquella salteada puerta y se lo devolvió a
la tía cuando ya oscurecía.
Para Reyes vino la hija de
Buenos Aires y el tío se calzó los anteojos y le preguntó de quién era. A
partir de ahí empezó a equivocar las puertas y los cuartos y a veces charlaba
en los rincones del patio con personajes invisibles. No mucho después, como lo
pronosticó la madre Benedicta, ni siquiera reconoció a la tía a la que
confundió una vez con Martita Romero, su primer filo, y otra con Filomena
Perrone, que fue reina del carnaval del Club Porteño, en el año 38.
Acabo de volver del pueblo y
por eso pienso tan fuerte en el tío en esta podrida noche de invierno mientras
bebo un semillón en el bar Falucho, en Fitz Roy y Luis María Campos. Cuando fui
a ver al tío lo encontré acostado en el medio de esa buena cama inglesa con
cabezales de bronce y remaches de cobre y elástico de flejes que perteneció a
la familia Mediavilla y compró en un remate de Warnes. Tenía puesto un camisón
de frisa y un gorrito de lana y de tan flaquito y huesudo se perdía sobre la
pila de almohadas. Hace meses que no sale de ahí. Fuera de los límites de esa
cama no reconoce nada en el mundo. A eso se ha reducido el suyo, a aquella
buena cama inglesa de bronce bien lustrado. Sin embargo, no la pasa tan mal.
Siempre tiene algún muertito con el que charlar y por detrás de la barras de
bronce ve cosas de hermosa extravagancia, como el corso del año 23 o el Circo
Sarrasani, e incluso el día en que el loco Garbarino ganó de tarro La Fondo de
las 12 a Bragado.
*
Haroldo Pedro Conti nació en Chacabuco, provincia de Buenos Aires,
en 1925. Fue, entre otras cosas, escritor, guionista, maestro rural y profesor
de filosofía. Algunas de sus publicaciones son: La balada del álamo carolina
(1967), al que pertenece el cuento "Las doce a Bragado", y las
novelas Alrededor de la jaula (1966), En vida (1971) y Mascaró, el cazador
americano (1975). En 1976 fue secuestrado por la dictadura militar; permanece
desaparecido.
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