Los reporteros que presencian lo peor
del sufrimiento humano y regresan enfadados a la redacción ven cómo la
compasión que han experimentado queda desteñida o gravemente silenciada por las
diversas capas de redactores jefes que se interponen entre él y los lectores.
El culto a la objetividad y el equilibrio, formulado a principios del siglo XIX
por los propietarios de los periódicos para aumentar los beneficios extraídos
de los anunciantes, desarma y paraliza a la prensa.
Y el culto a la objetividad se
convierte en un vehículo oportuno y lucrativo para evitar confrontar verdades
desagradables o disgustar a una estructura de poder de la que los medios de
información dependen para acceder a ella y obtener beneficios. Ese culto
transforma a los reporteros en observadores neutrales o en voyeurs.
Destierra la empatía, la pasión y el afán de justicia. A los reporteros se les
permite mirar, pero no sentir, ni hablar con su propia voz. Actúan como
«profesionales» y se consideran científicos sociales desapasionados y
desinteresados. La enfermedad del periodismo estadounidense es la tan cacareada
ausencia de sesgos impuesta por unas jerarquías de burócratas impasibles.
«La mera idea de que lo único que hay
que hacer con una determinada historia para realizar una labor exquisita de
periodismo objetivo es informar de lo que dicen ambos bandos debilita a la
prensa», escribió en una ocasión la desaparecida columnista Molly Ivins. «Eso que llamamos
objetividad no existe, y la verdad, esa jodida escurridiza, tiene la mala
costumbre de ponerse de un lado o de otro: raras veces se sitúa claramente a
mitad de camino de dos puntos de vista contrapuestos. La petulante complacencia
de gran parte de la prensa (he oído decir a más de un redactor jefe “Bueno,
como los dos bandos nos critican, debemos de haber acertado”) nace de la
curiosa idea de que, si incluyes una cita de cada bando, preferiblemente de una
declaración oficial, ya has cumplido el objetivo. En primer lugar, la mayoría
de los reportajes no tienen sólo dos caras sino, al menos, diecisiete. En
segundo lugar, no sirve de nada a los lectores, ni a la verdad, citar que una
parte dice “gato” y la otra dice “perro” cuando lo cierto es que lo que merodea
entre los arbustos es un elefante.»
Ivins proseguía en su escrito diciendo
que «los defectos mas graves de la prensa no son los pecados de acción, sino
los de omisión: las historias que olvidamos, las que no vemos, las que no
convocan ruedas de prensa o las que no proceden de “fuentes fiables”».
Este abyecto defecto ha hecho que
nuestro corporativismo deje sin voz a un número cada vez mayor de
estadounidenses. Unido al auge de una oligarquía estadounidense despiadada, ha
situado también a la prensa tradicional en el lado equivocado de una división
en clases cada vez más acusada. El elitismo, la desconfianza y la falta de
credibilidad de la prensa (y aquí me refiero al cada vez menor número de
instituciones que tratan de ofrecer noticias) proceden directamente de esta
desintegración continua y deliberada del núcleo moral de los medios de
comunicación.
Este vacío moral lo han aprovechado con
eficacia los espectáculos informativos de televisión por cable que emiten las
veinticuatro horas del día y los programas basura de entrevistas radiofónicas.
La imposibilidad de que la prensa fundada en hechos fehacientes manifieste
empatía o ira hacia unas clases marginadas cada vez más voluminosas ha
facilitado el catastrófico aumento de la información «sustentada en la fe». El
periodismo sin vida e impersonal de los medios de comunicación tradicionales ha
reforzado la popularidad de espacios partidistas que presentan una visión del
mundo que no suele guardar relación alguna con lo real, pero que responde de
forma efectiva a las necesidades emocionales de los espectadores. En cierto
sentido, el canal de televisión Fox News no es más objetivo que The New
York Times, pero sí hay una diferencia crucial y esencial. Fox News y casi
todos los demás distribuidores de noticias por cable no se sienten constreñidos
por los hechos comprobables. Para la clase dominante informativa tradicional,
tal vez los hechos se pudieran seleccionar de antemano o dirigir hábilmente con
la ayuda de especialistas en relaciones públicas, pero lo que no era
comprobable no se podía publicar.
Los canales de información por cable
han abrazado ingeniosamente el credo de la objetividad y lo han redefinido en
términos populistas. Combaten las noticias basadas en hechos comprobables
porque tienen un sesgo liberal; en esencia, porque no logran ser objetivas y
prometen regresar a la «auténtica» objetividad. Bill O’Reilly, de la Fox,
sostiene que «si Fox News es un canal conservador —y utilizo un “si”
condicional, ¿qué pasa?—, hay otros cincuenta medios que son ostensiblemente de
izquierdas. Ahora bien, yo no creo que la Fox sea un canal conservador. Creo
que es un canal tradicional. Hay cierta diferencia. Estamos dispuestos a
escuchar puntos de vista que jamás se oirán en la ABC, la CBS o la NBC».
O’Reilly no se equivoca cuando apunta
que la objetividad de los medios de comunicación tradicionales contiene un
sesgo político intrínseco. Pero se trata de un sesgo que sirve a las élites de
poder y está limitado por los hechos. Según escribió James Carey, la tradicional
búsqueda de «objetividad» se basa también en una presunción etnocéntrica:
«Fingía descubrir la Verdad Universal, proclamar las Leyes Universales y
describir al Ser Humano Universal. Sin embargo, al examinarlos resultó que su
Ser Humano Universal recordaba a un tipo que encontraron en Cambridge, la de
Massachusetts o la de Inglaterra; sus Leyes Universales recordaban a las que
parecían beneficiar al Congreso estadounidense y al Parlamento británico; y su
Verdad Universal tenía acento inglés y estadounidense».
La objetividad genera la fórmula de
citar a especialistas o expertos de la clase dominante sin salirse de los
confines de las élites de poder que discuten matices políticos como si fueran
teólogos medievales. La labor de un periodista se considera completa siempre
que un punto de vista este contrarrestado por otro, que no suele ser más que lo
que Sigmund Freud denominaría «narcisismo de la diferencia menor». Pero la
mayor parte de las veces suele ser un modo de enturbiar la verdad, y no de
revelarla.
Aunque la labor de informar siempre se
presenta al público como algo neutro, objetivo e imparcial, nunca deja de ser
una tarea enormemente interpretativa. Se define por unos parámetros
estilísticos rígidos. Al igual que casi todos los demás periodistas, he escrito
centenares de reportajes. Los periodistas empiezan recopilando hechos,
afirmaciones, posiciones y anécdotas y, a continuación, seleccionan los que
arrojan el «equilibrio» autorizado por la fórmula del periodismo diario. Cuanto
más se acercan los reporteros a las fuentes oficiales, por ejemplo las que se
ocupan de Wall Street, el Congreso, la Casa Blanca o el Departamento de Estado
estadounidense, más restricciones soportan. Cuando informar depende tanto de
poder acceder a la noticia, se vuelve muy difícil cuestionar a quienes conceden
o deniegan el acceso. Este deseo cobarde de acceder a la noticia ha convertido
en cortesanos a amplísimos sectores de la prensa de Washington y a la mayoría
de los periodistas económicos. La necesidad de estar invitado a las ruedas de
prensa y las entrevistas con autoridades del gobierno o el mundo de los
negocios, y el deseo de obtener filtraciones y ser de los primeros en acceder a
documentos oficiales, destruyen por completo la autonomía del periodismo.
«Recoge la ira de un palestino a quien
los colonos israelíes hayan arrebatado su tierra; pero alude siempre a la
“necesidad de seguridad” de Israel y a su “guerra contra el terrorismo”», ha
escrito Robert Fisk. «Si se acusa a
los estadounidenses de cometer “tortura”, llámalo “abuso”. Si Israel asesina a
un palestino, llámalo “atentado selectivo”. Si los armenios lamentan haber
sufrido un Holocausto de un millón y medio de personas en 1915, recuerda a los
lectores que Turquía niega ese genocidio documentado y absolutamente real. Si
Iraq se ha convertido para su pueblo en un infierno, recuerda lo despreciable
que era Saddam. Si un dictador está de nuestra parte, llámalo “hombre fuerte”.
Si es enemigo nuestro, llámalo tirano o dí que forma parte del “eje del mal”.
Y, por encima de todo, utiliza el término “terrorista”. Terrorismo, terrorismo,
terrorismo, terrorismo, terrorismo, terrorismo, terrorismo. Siete días por
semana.»
«Pregunta “cómo” y “quién”, pero no
“por qué”», añade Fisk. «Apoya todo en fuentes autorizadas: “autoridades
estadounidenses”, “altos cargos del servicio de inteligencia”, “fuentes
oficiales” o policías y militares sin identificar. Y si las instituciones encargadas
de protegernos abusan del poder que ostentan, entonces recuerda a los lectores
y a los oyentes y a los espectadores lo peligrosos que son los tiempos en que
vivimos, la era del terrorismo; que significa que debemos vivir en la Era del
Guerrero, alguien cuyo negocio, profesión, vocación y mera existencia consiste
en destruir a nuestros enemigos.»
«Según el ejemplo clásico, un refugiado
de la Alemania nazi que apareciera en televisión diciendo que en su país de
origen están sucediendo monstruosidades debería ir seguido de un portavoz de
los nazis diciendo que Adolf Hitler representa la máxima bendición para la
humanidad desde que se inventó la pasteurización de la leche», ha escrito Russell Baker, ex columnista
de The New York Times. «La verdadera objetividad no sólo exigiría a
los periodistas mucho esfuerzo para determinar qué información es fiel, sino
también estar dispuesto a soportar la violencia innegable que suscitaría la
publicación de un juicio formado de forma objetiva. Para evitar el esfuerzo o
la violencia, si un hombre afirma que Hitler es un ogro, le mostramos al
instante otro que dice que es un príncipe. ¿Un hombre dice que los cohetes no
van a arreglar las cosas? Le enseñamos a otro que dice que sí. Quizá el público
no aprenda demasiado de estos asuntos bastante delicados, pero tampoco tendrá
motivos para denunciar a los medios de comunicación por falta de imparcialidad
o ausencia de objetividad. En resumen, la sociedad está repleta de gente que se
enfada si le dicen cómo están las cosas.»
Por su formación y por lo que les
desagrada hacer pedazos la idea exagerada que tienen de sí mismos, los
periodistas carecen de la propensión y del vocabulario necesarios para analizar
cuestiones éticas. Si se les presiona, farfullarán algo sobre decir la verdad y
servir a la opinión pública. Prefieren no enfrentarse al hecho de que mi verdad
no es la verdad de otro. Como escribió Walter Lippman en su libro Public Opinion, las
noticias son una señal, un pitido, una alarma de que está sucediendo algo más
allá de nuestro reducido círculo vital
El periodismo no nos señala la verdad
porque, a juicio de Lippman, siempre hay una brecha descomunal entre la verdad
y la información. Las cuestiones éticas enfrentan al periodismo al nebuloso
mundo de la interpretación y la filosofía y, por eso, los periodistas huyen de
la indagación ética como un rebaño de corderos atemorizados.
Aunque les gusta fomentar la imagen de
que son unos individualistas rematados, los periodistas son, en última
instancia, otra variedad de empleados corporativistas. Afirman que sus clientes
son una opinión pública amorfa. Buscan justificación moral en el servicio que
prestan a esa masa anónima y sin rostro y hablan muy poco de la enorme
influencia que ejercen las élites de poder para moldear y determinar el
ejercicio del periodismo. ¿existe siquiera opinión pública en una sociedad tan
fragmentada y dividida como la nuestra? O, como escribe Walter Lippmann, ¿acaso
hoy día la opinión pública no está tan desinformada y tan divorciada de los
engranajes del poder y la diplomacia como para constituir una tabla rasa sobre
la que nuestro ejército de propagandistas puede dejar un mensaje, a menudo a
través de la prensa?
La simbiosis entre prensa y élites de
poder lleva operando casi un siglo. Funcionó mientras nuestras élites de poder
eran competentes, al margen de los despiadadas o insensibles que se mostraran.
Pero cuando las élites de poder se volvieron incompetentes y quebraron desde el
punto de vista moral, la prensa, junto con las propias élites de poder,
perdieron el último vestigio de credibilidad. Como se ha visto en la guerra de
Iraq y en las consecuencias de las perturbaciones económicas, la prensa se ha
convertido en una clase cortesana. La prensa, que siempre ha escrito y hablado
de suposiciones y principios que reflejan el consenso de la élite, hace
proselitismo de un consenso manifiestamente artificial. Las élites de poder
supervisaron el desmantelamiento de la base productiva de Estados Unidos y la
traición a la clase trabajadora mediante la aprobación del Tratado de Libre
Comercio de América del Norte (NAFTA, North American Free Trade Agreement), y
la prensa proclamó a bombo y platillo que era una forma de crecimiento. Las
élites de poder desregularon la industria bancaria, lo que ha desembocado en
quiebras de bancos a escala nacional, y la prensa ensalzó el valor del libre
mercado. Las élites corrompieron los mecanismos del poder para promover
intereses empresariales, y la prensa mezcló ingenuamente libertad con libre
mercado. Tal vez este tipo de periodismo haya sido «objetivo» e «imparcial»,
pero era contrario al sentido común. En manos de cualquier periodista que se
precie de serlo, la cruda realidad de las antiguas ciudades productoras de
acero hoy clausuradas y de la creciente miseria humana debería haber servido
para desenmascarar las fantasías. Pero hace mucho que la prensa dejó de pensar
y perdió casi toda su autonomía moral.
El periodismo de verdad, el que se basa
en el compromiso con la justicia y la comprensión, debería haber informado y
fortalecido a la opinión pública mientras sufríamos un golpe de estado
empresarial a cámara lenta. Podría haber propiciado un debate en profundidad
sobre las estructuras, las leyes, los privilegios, el poder y la justicia. Pero
la prensa tradicional abandonó su función social y se aferró a un protocolo
anticuado y concebido para servir a unas estructuras de poder corruptas,. Las
empresas, que en otros tiempos enriquecieron mucho a esos distribuidores de
noticias, las han convertido ahora en formas de publicidad más efectivas. Los
beneficios se han desplomado. Y sin embargo estos cortesanos de la prensa,
perdidos en la ilusión de su rectitud y probidad moral, se aferran a la moral
hueca de la «objetividad» con una fiereza cómica.
El mundo no va a ser un lugar mejor
cuando desaparezcan las organizaciones de noticias fundadas en hechos
fehacientes. Quedaremos sumidos en una cultura en la que los hechos y las
opiniones serán intercambiables, donde las mentiras se volverán verdades y la
fantasía se venderá como información. Lamentaré la desaparición de la
información tradicional. Soltará las amarras que nos unen a la realidad. Lo
trágico es que el vacío moral del negocio de la información contribuya tanto a
su propia aniquilación como los protofascistas que se alimentan de sus
huesos.
Christopher Lynn
Hedges es un periodista estadounidense ganador del Premio Pulitzer y
corresponsal de guerra especializado en informar sobre América y Oriente
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