Vistas de página en total

Mostrando entradas con la etiqueta PENSAMIENTO. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta PENSAMIENTO. Mostrar todas las entradas

sábado, 15 de septiembre de 2012

El culto a la objetividad mató a la información - Chris Hedges



Los reporteros que presencian lo peor del sufrimiento humano y regresan enfadados a la redacción ven cómo la compasión que han experimentado queda desteñida o gravemente silenciada por las diversas capas de redactores jefes que se interponen entre él y los lectores. El culto a la objetividad y el equilibrio, formulado a principios del siglo XIX por los propietarios de los periódicos para aumentar los beneficios extraídos de los anunciantes, desarma y paraliza a la prensa.
Y el culto a la objetividad se convierte en un vehículo oportuno y lucrativo para evitar confrontar verdades desagradables o disgustar a una estructura de poder de la que los medios de información dependen para acceder a ella y obtener beneficios. Ese culto transforma a los reporteros en observadores neutrales o en voyeurs. Destierra la empatía, la pasión y el afán de justicia. A los reporteros se les permite mirar, pero no sentir, ni hablar con su propia voz. Actúan como «profesionales» y se consideran científicos sociales desapasionados y desinteresados. La enfermedad del periodismo estadounidense es la tan cacareada ausencia de sesgos impuesta por unas jerarquías de burócratas impasibles.
«La mera idea de que lo único que hay que hacer con una determinada historia para realizar una labor exquisita de periodismo objetivo es informar de lo que dicen ambos bandos debilita a la prensa», escribió en una ocasión la desaparecida columnista Molly Ivins. «Eso que llamamos objetividad no existe, y la verdad, esa jodida escurridiza, tiene la mala costumbre de ponerse de un lado o de otro: raras veces se sitúa claramente a mitad de camino de dos puntos de vista contrapuestos. La petulante complacencia de gran parte de la prensa (he oído decir a más de un redactor jefe “Bueno, como los dos bandos nos critican, debemos de haber acertado”) nace de la curiosa idea de que, si incluyes una cita de cada bando, preferiblemente de una declaración oficial, ya has cumplido el objetivo. En primer lugar, la mayoría de los reportajes no tienen sólo dos caras sino, al menos, diecisiete. En segundo lugar, no sirve de nada a los lectores, ni a la verdad, citar que una parte dice “gato” y la otra dice “perro” cuando lo cierto es que lo que merodea entre los arbustos es un elefante.»
Ivins proseguía en su escrito diciendo que «los defectos mas graves de la prensa no son los pecados de acción, sino los de omisión: las historias que olvidamos, las que no vemos, las que no convocan ruedas de prensa o las que no proceden de “fuentes fiables”».

lunes, 20 de agosto de 2012

La identidad vacía - Santiago Kovadloff

kovladoff
 Oscar Wilde visitó Nueva York a fines del siglo XIX. Un grupo de admiradores le hizo conocer, en esa ocasión, un flamante invento: el teléfono. Se le explicó que, si lo empleaba, podría hablar con Boston en un par de minutos. Wilde dejó correr su mirada por el extraño aparato. Luego, se volvió hacia sus anfitriones. “Y díganme -les preguntó-, ¿hablando de qué?”
 Wilde había presentido una disparidad profunda que el siglo XX no haría más que acentuar: la disonancia entre la creciente posibilidad técnica de tomar contacto con los otros y la no menos creciente dificultad para poner en juego, en ese acercamiento, la propia subjetividad. Hoy, este contraste se ha agravado hasta convertirse en una contradicción. De ella proviene, en buena medida, la crisis de valores en la que hemos caído. Una crisis que, hace tres décadas, Edgar Morin supo reconocer: “Nos encontramos en un mundo que se nos presenta a la vez en evolución, en revolución, en progresión, en regresión y en peligro. Vivimos todo eso al unísono. Y nuestra incertidumbre consiste en no saber cuál de estos términos será, finalmente, el decisivo”.
Entre esos bienes mermados por el descrédito, el de la identidad personal es uno de los más afectados. Nada parece más difícil que derrotar los enmascaramientos que operan como sucedáneos de identidad en el esfuerzo tantas veces patético por alcanzar alguna forma de protagonismo personal. Paradójicamente, el relieve público logrado por lo irrelevante no puede ser mayor. La pobreza expresiva y la experiencia insustancial han alcanzado su hora de gloria en los medios masivos de comunicación. Ya no se trata sólo de la menguada calidad subjetiva de lo que se dice, sino del nuevo estatuto público cobrado por lo intrascendente.

PENSAR SIN MIEDO - Tomás Abraham

JORGE SEMPRUN
Pensar sin miedo
Por Tomás Abraham

28/08/11 - 12:41

Murió Jorge Semprún hace ya un par de meses. Debe existir algún malentendido por no haberme detenido en este hecho mayúsculo. Puedo adolecer de una falla por ser un lector distraído, poco atento, sesgado, a pesar de mi voluntad de querer abarcar todo lo que me interesa. También es posible que no le hayan dado la merecida relevancia en los espacios en los que una noticia como la mencionada debería haber sido resaltada. En todo caso, por el suplemento Babelia del diario madrileño El País, del sábado de la semana pasada, me entero de esta muerte por un artículo de Fernando Savater. La nota del filósofo español estaba dedicada a George Orwell, con una frase debajo del título, que dice: “en memoria de Jorge Semprún”. Quisiera dedicar unas pocas reflexiones a la nota de Savater y a Jorge Semprún. Una vez leído el mínimo obituario al escritor franco-español y ex ministro de Cultura del gobierno de Felipe González, busqué en la Web la confirmación y los detalles de su fallecimiento. Y recordé lo que nunca voy a olvidar. En octubre de 1966, a mis diecinueve años me embarqué a París enfermo de una infantil rubiola y con un solo libro en la mano: El largo viaje, de Jorge Semprún. Era el libro que estaba leyendo en ese momento, y sólo décadas más tarde se me ocurrió asociar el título de la obra con mi propio viaje que iba a ser mucho más largo que lo previsto. Fue un largo viaje, el mío, por los años en los que residí como estudiante en la universidad francesa, y porque el libro de Semprún fue mi primera compañía en la nueva y desconocida ciudad. Lo leí en castellano, ya que mi conocimiento del francés era casi nulo, y lo dejaba en el cuarto del hotel sólo para ir a la hoy desaparecida librería española de la rue de Seine. El relato de Semprún describe lo que vivió en el campo de exterminio de Büchenwald al que los nazis lo llevaron por ser un comunista español. No hace mucho tiempo leí La escritura y la vida, otro libro de Semprún. Lo cotejaba con los escritos de Primo Levi, que con su Si esto es un hombre, ha escrito uno de los libros de mayor relevancia para comprender el lado oscuro de la modernidad, su faz mortuoria.