Entrevista a Zygmunt Bauman
En esta entrevista el autor de Modernidad líquida reflexiona
principalmente sobre las tensiones en las que se constituye –o intenta
constituirse– la identidad en nuestro tiempo.
Usted nació en una
ciudad alemana que se convirtió en territorio polaco al final de la Primera
Guerra Mundial. Luego se refugió en la Unión Soviética y desde hace unos años
trabaja por elección en Inglaterra. ¿Desde su experiencia académica y personal,
cómo define hoy la noción de identidad?
Ludwig Wittgenstein siempre oscilaba entre la Viena natal y
su tierra adoptiva inglesa; cierta vez comentó que el mejor lugar para resolver
un problema filosófico era una estación de tren. Aunque bueno, aquellos eran
viejos tiempos, cuando no se vivía con la prisa de la actualidad. No creo que
hoy Wittgenstein hubiera dicho lo mismo respecto de un aeropuerto. Aún así sus
reflexiones mantienen la misma fuerza. A mí me ayudaron a entender, de qué
modo, en nuestros tiempos, la identidad tiende a ser algo tan provisorio,
endeble, vulnerable, que obliga repetidamente a revisar los ‘planes a largo
plazo’ (o lo que Jean-Paul Sartre llamaba ‘project de la vie’); se demuestra
muy vívidamente lo poco confiables y riesgosas que son en general las
resoluciones a largo plazo. Por primera vez en la historia, el cuerpo humano
constituye la única entidad cuya expectativa de vida se ha prolongado. En
cambio, todas aquellas instituciones sobre las cuales nuestros antecesores
solían planificar sus existencias (asuntos públicos, ideologías, formas de
vida, reglas de conducta, criterios de éxito y estrategias para una vida
satisfactoria, etc.) tienen hoy una expectativa de vida mucho más corta.
¿Qué relación hay
entre su concepto de modernidad líquida y su noción de identidad?
En nuestra modernidad líquida, las obligaciones de vida
demandan una necesaria fluidez; permanecer inalterado representa una siniestra
perspectiva y aterradora amenaza. En un instante y sin ningún aviso, los
activos se pueden transformar en deudas. De allí, la contradicción contra la
que todos debemos pelear. Tener identidad significa estar claramente definido,
sugiere continuidad y persistencia, pero precisamente es esa continuidad y
persistencia la que le otorga a la fluidez una tendencia algo suicida.
Sin duda, la idea de identidad siempre estuvo, cada vez que
apareció, dividida por una contradicción interna: sugería una especie de
distinción que tendía a desdibujarse.
La identidad enfrenta un doble dilema: debe servir a una
propuesta de emancipación individual tanto como a un plan de membresía
colectiva que sobrepasa cualquier idiosincrasia particular. La busca de
identidad implica someterse a un fuego cruzado, a una convergencia de dos
fuerzas opuestas. Hay una doble propuesta en la cual la pretendida identidad
(identidad como problema y cometido) se debate y por la cual debe luchar en
vano por emanciparse. Navega entre dos extremos de individualidad y total
pertenencia, el primer extremo es inalcanzable, mientras que el segundo, como
un agujero negro, debe absorber y eliminar todo lo que flota en su cercanía.
Cada vez que es elegido como el destino de una excursión, la identidad
inevitablemente hace vacilar cualquier movimiento hacia dos direcciones.
¿Es evitable esa
contradicción?
La identidad presagia un peligro mortal para el individuo y
la colectividad, aunque ambas recurran a ella como un arma de autodestrucción.
El camino a la identidad es un interminable campo de batalla entre el deseo de
libertad y la demanda de seguridad. Por esta razón, la guerra de la identidad
permanecerá siempre inconclusa y sin ganadores, y la causa de la identidad
continuará destacándose al tiempo en que se disimulen sus instrumentos y
objetivos. Quienes practican y disfrutan de esta nueva inestabilidad, suelen
relacionarla con cierta idea de libertad. Sin embargo, tener una inestable y
provisoria identidad no es un estado de libertad sino más bien una obligatoria,
interminable y nunca victoriosa guerra por la liberación. Cuando la identidad
haya dejado de ser un asunto molesto (porque es imposible desprenderse de
ella), y pase a ser un cómodo legado, las obligaciones que se presumen y
esperan que duren de aquí a la eternidad, se habrán transformado en un
inconcluso y exasperadamente ambiguo esfuerzo por desprenderse de las cargas
del pasado. Aquel que persigue la identidad es comparable a un ciclista: la
sanción por frenar un pedal es la caída, y hay que seguir pedaleando para
mantenerse en pie. Avanzar con dificultades es un compromiso sin alternativas.
Al pasar de un episodio a otro sin rumbo, viviendo a través
de los sucesos consecutivos de un destino desconocido, guiado por el afán de
borrar el pasado antes que por el deseo de delinear el futuro, la identidad del
actor queda atrapada en su presente; es decir, se niegan las bases de su propio
futuro. Y, al mismo tiempo, el pasado de cada identidad se encuentra esparcido
en los consejos inservibles de anteayer, que ayer mismo fueron desechados por
constituir una pesada carga.
La idea central de la identidad, a partir de la cual se
podrá emerger con un cambio continuo, incólume y probablemente reforzado, es
que el homo eligens, el hombre elige para sí mismo un estado de permanente no
resistencia, de auténtica inautenticidad. En la era de la modernidad líquida,
sobre los negocios, Richard Sennett escribió: "Los negocios perfectamente
viables son aniquilados y abandonados, los empleados capaces son echados antes
que premiados, simplemente porque la organización debe mostrar que el mercado
es capaz de cambiar". Al reemplazar "negocio" por
"identidad", "empleados capaces" por "posesiones y
compañeros" y "organización" por "uno mismo", se
obtiene una fiel versión de las condiciones que definen al homo eligens.
¿Cuál es su análisis
en relación a los episodios de xenofobia que se suceden a nivel mundial?
Ejemplo: incendios en Francia.
No hay nada nuevo aquí. De hecho la mayoría de las novedades
parecen inéditas por la brevedad de nuestra memoria colectiva. Los actores han
cambiado, pero no las acciones.
Hace casi un siglo, el gran sociólogo Georg Simmel, sugirió
que la lucha, a menudo violenta, es ante todo un trámite preliminar para la
integración. Demostró que los faccionarios habían aceptado (ya sea de manera
entusiasta o desanimada) los valores dominantes de la época y deseaban
unírseles a aquellos que practicaban (sin éxito) dichos valores. Los disturbios
callejeros del siglo XIX y el "good deal" del siglo XX pueden ser
explicados como las manifestaciones de las clases bajas golpeando tan fuerte
como podían las puertas de la sociedad que se les cerraban en las narices. Sus
violentas protestas desencadenaban reacciones también violentas. Los
"establecidos" no deseaban que los "marginados" fueran
admitidos.
Las "revueltas raciales" parecen ser el resultado
de que aún no se ha disuelto la jerarquía de antiguos valores. Cien años atrás
se tenía como asumido que Europa era la expresión más sobresaliente de la
evolución humana; el resto de la gente, que quería ser tratada como europea,
debía renunciar a cualquier rasgo de identidad que los alejara de los
estándares europeos. Se esperaba que los aspirantes asimilaran e imitaran cada
detalle del estilo de vida europeo. Sin embargo, uno de los efectos actuales de
la globalización es que tenemos un mundo repleto de diásporas, territorios
habitados por miembros de cualquier grupo étnico o religioso que constituyen
reminiscencias más de archipiélagos que de continentes. Para muchos de los
integrantes de esos grupos, la superioridad del estilo de vida europeo no es ninguna
obviedad. De hecho son reacios a abandonar sus propias tradiciones, que
consideran buenas o aún mejores que aquellas que encontraron en el nuevo país
al que han emigrado. Su idea de integración no imposibilita el derecho a la
diferencia. Y seamos francos: ¿no es ésta acaso una prueba de que ellos han
asimilado y aceptado las ideas europeas? ¿Acaso no aplaudimos la variedad y
juramos apoyar el derecho a la diferencia? En la práctica siempre nos referimos
a nuestro derecho a la diferencia, no a la de ellos…
A pesar de su
diagnóstico alarmante se vislumbra esperanza en todos sus ensayos. ¿En qué
radica esa esperanza?
La gente optimista afirma que el mundo que tenemos es el
mejor posible; los pesimistas son personas que desconfían que los optimistas
tengan razón. Así que por lo tanto, no soy ni optimista ni pesimista porque
creo firmemente en otra alternativa (y quizá mejor): de que un mundo mejor es
posible para mis congéneres humanos, y que la posibilidad de lograrlo es real.
En el post scriptum de su obra magna, La Misére du Monde (La
Miseria del mundo), el último Pierre Bordieu (hablando en nombre de los países
europeos y las extensiones transoceánicas) señalaba que el número de personajes
de la escena política que abarcaban y articulaban las expectativas y demandas
de sus electores se está encogiendo rápidamente. El espacio de la política se
está replegando sobre sí mismo y necesita ser abierto nuevamente; para ello es
necesario traer los problemas privados y anhelos inarticulados y ponerlos en
relación directa con el proceso político (y viceversa).
Esto es más fácil decirlo que hacerlo aunque el discurso
público está inundado de las pre-nociones de Emilie Durkheim, presunciones
raramente aclaradas y menos aún consideradas de manera crítica. La experiencia
subjetiva es llevada a un nivel en el que el discurso público y cualquier tipo
de problema privado es categorizado, reciclado en el discurso público y
representado como tema público. Para servir a la humanidad, la sociología
necesita empezar por aclarar cuál es su sitio. Las valoraciones críticas de
estas pre-nociones deben conjugarse con un esfuerzo por hacer visible y audible
aquellos aspectos de la experiencia que normalmente se quedan lejos de los
horizontes individuales, o detrás de los umbrales de la conciencia individual.
Un momento de reflexión debe hacer consciente aquellos
mecanismos que delinean una vida dolorosa e inconducente. Dibujar las
contradicciones bajo un haz de luz no significa resolver las mismas. Un largo y
tortuoso camino se expande entre el reconocimiento de las raíces de los
problemas y su erradicación, y dar el primer paso no asegura que más adelante
no se deba dar otros pasos. Sólo el mismo camino nos llevará hasta el fin. Y
aún así no hay que negar la crucial importancia de la compleja cadena de
eslabones que existe entre el dolor sufrido individualmente y las condiciones
producidas colectivamente. En sociología, y aún más en la sociología que se
ocupa de estar al día con sus tareas, el comienzo es más decisivo que ninguna
otra parte. Siempre es el primer paso lo que designa y pavimenta el camino para
la enmienda que de otro forma no existiría, dejando sólo anunciado tal sendero.
De hecho, necesitamos repetir después de Pierre Bordieu:
"Aquellos que tienen la oportunidad de dedicar sus vidas al estudio del
mundo social, no pueden permanecer neutrales e indiferentes, en frente de las
luchas que tendrá que afrontar el mundo en el futuro".
Jean Pierre Dupuy describió la inevitable catástrofe.
Mientras que Dupuy señalaba y profetizaba tal catástrofe, nosotros podemos
hacer lo inevitable evitable y quizá así lo inevitable terminará por no
acontecer. "Estamos condenados a la vigilancia perpetua", nos
advierte. La falta de vigilancia es una condición necesaria para que tal catástrofe
suceda. Proclamar su evitabilidad y pensar en la continuación de la presencia
de la humanidad en la Tierra como una negación de la auto destrucción es, por
un lado, una condición necesaria (y suficiente) para que esa catástrofe no
suceda.
Los profetas delinearon su sentido de misión a través de las
creencias de Dupuy, sobre la inminente catástrofe. Ellos insistieron sobre la
inminencia de este Apocalipsis no porque soñaran con trofeos académicos
(revindicaban tal visión) sino porque deseaban mostrar que estaban equivocados,
ya que no veían otra forma de prevenir tal catástrofe.
A no ser que sea reprimida y domesticada, la globalización
negativa convierte a la catástrofe en algo inevitable. Sólo cuando esta
profecía sea considerada con seriedad, la humanidad podrá albergar albergar
alguna expectativa de impedir la catástrofe. La única posibilidad es comenzar
una terapia en contra de este creciente miedo, mirar a través de él, estudiar
sus raíces… En definitiva: sólo enfrentando el miedo se lo podrá erradicar.
La llegada
del nuevo siglo puede conducirnos a la catástrofe final. O puede ser el tiempo
en el que se gestione un nuevo pacto entre los intelectuales y la gente. La
elección entre estas dos alternativas aún se encuentra de nuestro lado. Yo creo
que, en estas circunstancias, la pérdida de la esperanza es el mayor desastre
que le puede acontecer a la humanidad. Tener esperanzas es nuestra obligación.
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